Las transformaciones de materiales y energía que se operan en el caso de la fotosíntesis resultan ejemplares con vistas a una gestión sostenible de recursos desde los cuatro puntos de vista siguientes.
Uno es que la energía necesaria para construir o producir (añadiendo complejidad a los enlaces que ligan a los elementos disponibles) procede de una fuente que a escala humana puede considerarse inagotable, asegurando así la continuidad del proceso. A la vez que tal utilización no supone un aumento adicional de la entropía en la Tierra, sino la desviación hacia los circuitos de la vida de una energía que de todas maneras iba a degradarse.
Otro, no menos importante, es que los convertidores (las plantas verdes) que permiten la transformación de la energía solar en energía de enlace, se producen utilizando esa misma fuente de energía renovable, sin necesidad de recurrir a energías derivadas de desorganizar los stocks de materiales existentes en la Tierra y originar problemas de contaminación.
Un tercer aspecto es que el proceso de construcción mencionado se apoya fundamentalmente en sustancias muy abundantes en la Tierra. Por ejemplo, aproximadamente, el agua compone el 90% del peso fresco de las plantas herbáceas y, a su vez, el 90% del 10% de materia seca restante, está compuesto de carbono, hidrógeno y oxígeno. Queda así sólo cerca del 1% del peso fresco total compuesto por los llamados macro y micronutrientes (que suelen existir en el medio en cantidades muy superiores a las requeridas por las plantas).
Una cuarta característica a destacar viene dada porque los residuos vegetales originados, tras un proceso de descomposición natural, se convierten en recursos fuente de fertilidad, al incorporarse al suelo en forma de humus, cerrándose así el ciclo de materiales vinculado al proceso.
Lo anterior nos sitúa en condiciones de analizar cómo las sociedades humanas han sabido poner a su servicio esa producción sostenible de la biosfera, artificializándola durante milenios, sin necesario menoscabo de su sostenibilidad, a la vez que adoptaron formas de asentamiento estable igualmente sostenibles. Pero antes de analizar las características propias de estos modelos de gestión sostenible (para mejor destacar después la ruptura que suponen con relación a las prácticas de gestión contemporáneas y extraer la oportunas enseñanzas) vamos a aclarar un cuestión previa.
¿Puede un sistema de producción que pretenda ser sostenible usar "recursos no renovables" y, en caso afirmativo, cómo tendría que usarlos? Si por recursos no renovables se entienden los stocks de materiales contenidos en la corteza terrestre, la respuesta sería afirmativa. El problema está en cómo usarlos. El ejemplo de la biosfera indica que un sistema de producción puede desarrollarse de modo sostenible utilizando los materiales de la corteza terrestre. La clave de cómo utilizarlos viene sintetizada por Margalef cuando indica que el flujo de energía solar mueve los ciclos de materiales en la biosfera, lo mismo que la corriente de agua hace girar la rueda de un molino. La cuestión clave está en que la economía de los hombres sepa aprovechar la energía solar y sus derivados renovables para cerrar los ciclos de materiales, posibilitando que los residuos de éstos se conviertan otra vez en recursos. Lo cual evitaría el progresivo deterioro de la Tierra que actualmente se opera tanto por dispersión de recursos, como por contaminación con residuos.
Enseñanzas derivadas de los modelos territoriales de agricultura sostenible Reflexionemos sobre cómo pudo reponerse de modo sostenible la fertilidad en los sistemas agrarios tradicionales, para identificar así cuáles fueron las prácticas agrarias acordes con esa sostenibilidad. No es posible imaginar la reposición sostenible de la fertilidad sin contar con la diversidad estructural del territorio que se refleja en diversidad de suelos, especies, ecosistemas, paisajes..., y vocaciones y usos del mismo.
Esta diversidad del medio se traduce también en una diversidad de prácticas agrarias y de modelos de reposición de la fertilidad. Las prácticas agrarias tradicionalmente sostenibles han buscado aprovechar, incentivar o emular la reposición natural de nutrientes o los desplazamientos horizontales de éstos que se observaban en la naturaleza, donde la fertilidad no sólo se reponía con independencia del hombre, sino que se fue expandiendo a la vez que la vida colonizaba los continentes. El movimiento del agua y los nutrientes que reclama la vida de las plantas suele adoptar formas verticales, al igual que la generalidad de los ciclos de materiales de la biosfera: la savia asciende por los troncos hasta los tallos y hojas que, una vez muertos, caen y se incorporan al humus, siendo de nuevo fuente de fertilidad. A la vez que los procesos erosivos, facilitados por el arrastre de las aguas, así como la intervención de los animales, provocan desplazamientos horizontales de esa fertilidad. Los sistemas agrarios se han venido apoyando en ambos procesos para reponer la fertilidad, optando más por uno o por otro en función de las características de cada territorio. Siendo la clave de su sostenibilidad conseguir que la presión de los cultivos no exceda de las posibilidades que brindan los mecanismos de reposición estable de la fertilidad que se operan en el territorio en cuestión.
A la vista de lo anterior se puede decir que la amplia casuística de la reposición de la fertilidad en los sistemas agrarios tradicionales oscila entre dos tipos de prácticas y modelos territoriales diferentes. Uno de ellos es el que practica una agricultura itinerante que (al igual que la ganadería trashumante) alterna espaciadamente por el territorio la presión que ejercen los cultivos sobre la fertilidad y la diversidad, hasta posibilitar su regeneración natural. Otro es el que mantiene áreas de cultivo estables a base de canalizar hacia ellas (utilizando medios de transporte renovables, como pueden ser los arrastres de las aguas o las deyecciones del ganado) la fertilidad que se genera en otras áreas no cultivadas del territorio. Es decir, uno en el que se desplaza o extensifica la presión de la agricultura sobre el territorio y otro en el que se desplazan los nutrientes hacia las parcelas de cultivo. En ambos casos, la sostenibilidad se apoya en mantener un equilibrio entre la presión de los cultivos y las posibilidades de aportar nutrientes que ofrece el territorio.
El ejemplo quizá más extremado y claro del primero de los dos modelos indicados viene dado por la agricultura itinerante, de "tala y quema", que se ha practicado desde épocas inmemoriales en el bosque cerrado tropical. Este sistema de "barbecho forestal" consiste en talar y quemar una parcela de bosque para instalar en ella los cultivos aprovechando los nutrientes contenidos en las cenizas. Cuando a los pocos años éstos muestran síntomas de agotamiento, se abandonan los huertos dejando que la selva regenere la parcela utilizada. La sostenibilidad de tal sistema se produjo tradicionalmente manteniendo la presión de la agricultura por debajo de la capacidad de regeneración del bosque. Por ejemplo, si el proceso de regeneración del bosque durara del orden de sesenta años, la sostenibilidad del sistema requeriría que la superficie de cultivo itinerante fuera inferior a 1/60 del territorio.
La rotación de hojas de cultivo practicada cada seis u ocho años en el bosque hueco (o "adehesado") mediterráneo aporta otro ejemplo comúnmente citado de sistema agrario sostenible mucho más elaborado que el de la "tala y quema" antes mencionado. Se trata de un sistema de complejos aprovechamientos agro- silvo-ganaderos que, pese a estar altamente intervenido por la mano del hombre, mantiene (en el seno de unidades de explotación suficientemente grandes) la diversidad necesaria para reponer la fertilidad que extrae la hoja de cultivo al sexto... o al octavo que se va rotando por la finca. Se produce así una interacción beneficiosa entre las distintas piezas y aprovechamientos del sistema que no cabe describir aquí en profundidad. Por ejemplo, la rotación ejerce la función de defender los pastos de la invasión de matorral, posibilitando los aprovechamientos ganaderos de la finca que encuentran en el arbolado la alimentación y el cobijo necesarios para soportar los estíos extremadamente secos, calurosos y sin pastos, propios del clima xérico o mediterráneo. A la vez que el ganado contribuye a aportar la materia orgánica en descomposición necesaria para equilibrar los suelos pobres en humus propios de estas zonas climáticas. Mayor intensidad otorga a la agricultura el sistema de cultivo "al tercio", cuya presencia se observó en la Europa medieval y se mantuvo hasta épocas recientes en los suelos más fértiles de la campiña del Guadalquivir. En este sistema se rotan una hoja de cereal, otra de barbecho "blanco" (o escasamente cultivado con plantas mejorantes del suelo) y una hoja de "manchón", en la que se deja crecer la vegetación para alimento del ganado que permitía estercolar y labrar la hoja de cultivo. El principio es el mismo que en la "dehesa", pero los períodos de descanso y la diversidad que alberga son menores. Y menores todavía son el cultivo de "año y vez", en el que se alterna un año de cultivo con otro de descanso de la tierra, teniendo ya que apoyar la mayor intensidad del uso agrícola del suelo con la aplicación de nutrientes de fuera de las fincas. Como ocurre hoy, de forma más masiva y generalizada, con la eliminación de los barbechos y de la práctica común de rotar el cultivo principal con leguminosas y otros cultivos mejorantes.
Un buen ejemplo del segundo de los dos tipos de modelo indicados, podría ser el de la agricultura del valle del Nilo (antes de la construcción de la gran presa de Assuán). En este caso se pudieron mantener áreas de cultivo intensivo estables gracias a los nutrientes que arrastraban las periódicas crecidas del Nilo desde zonas no cultivadas (aportando tradicionalmente la vega baja del Júcar un ejemplo de éste mismo modelo a escala reducida en España). Pongamos otro ejemplo en el que el transporte horizontal de nutrientes hacia parcelas de cultivo permanente, no es obra de la naturaleza, sino de la intervención humana. Puede ser el ejemplo de las zonas intensivas de agricultura en Galicia, cuyos buenos resultados productivos pudieron mantenerse por el traslado de nutrientes desde las zonas de monte y de pastos circundantes, mediante la utilización masiva del "tojo" como camas para el ganado y el potente estercolado resultante, amén del empleo de cultivos asociados mejorantes (como las judías con el maíz). En ambos casos la fertilización de las parcelas de cultivo permanente se abastece con cargo a las fuentes de fertilidad que alberga un territorio diverso, con zonas de monte, de prados,... o con cabeceras de cuenca captadoras de agua y de fertilidad. La diferencia con el primer tipo de modelos estriba en que, en este caso, el cultivo no se tiene que compatibilizar con la diversidad en el propio seno de las fincas o áreas cultivadas, sino con la diversidad del conjunto de la cuenca o comarca en la que se insertan. Ni que decir tiene que la sostenibilidad del sistema depende también, en este caso, de dimensionar las áreas de cultivo en consonancia con la capacidad de las fuentes locales de fertilidad de las que dependen. Se dice fuentes locales de fertilidad, porque es impensable que se puedan trasladar artificialmente los nutrientes a larga distancia, como no sea en forma de fertilizantes concentrados obtenidos, bien de depósitos de la corteza terrestre, o bien por industrias muy consumidoras de combustibles fósiles, siendo por lo tanto globalmente insostenibles estas fuentes de fertilización, cuyo empleo masivo genera además contaminación de las aguas y deterioro de los suelos. Al apoyarse en estas fuentes concentradas de fertilidad, la sostenibilidad local de la actual agricultura "química" corre pareja a su insostenibilidad global, por el doble efecto de ocasionar serios desarreglos ambientales y nutrirse de las existencias limitadas de depósitos concentrados de ciertas substancias en la corteza terrestre.
Resumiendo, que la presión que sobre la fertilidad ejercen los aprovechamientos agrarios se ha podido sostener en un largo período bien mediante el desplazamiento o dilución horizontal de éstos para rebajar su presión sobre el territorio, o bien mediante el desplazamiento horizontal de los nutrientes hacia las áreas en las que se intensificaba esta presión. La principal enseñanza que se extrae de este comportamiento es que la presión sobre los recursos naturales que ejerce un uso local ha de sostenerse sobre desplazamientos horizontales que tiendan a diluir dicha presión o a abastecerla de los recursos concentrados que demanda.
Los dos tipos señalados de reponer la fertilidad en los sistemas tradicionales dan lugar a infinidad de modelos que se solapan entre sí, cuya imagen territorial adquiere marcadas diferencias según predomine uno u otro adaptándose a las diversas situaciones edafoclimáticas que definen distintas "vocaciones del territorio". La sostenibilidad de estos modelos no depende ni del tamaño de las unidades de explotación ni de la intensidad de los cultivos o aprovechamientos, sino de su relación con las posibilidades que brinda el territorio de referencia. Tan sostenible pueden ser la ganadería y los cultivos extensivos en las fincas grandes de la dehesa, como el cerdo, las gallinas y el pequeño huerto familiar superintensivo que aprovechan los residuos domésticos.
Sobre la sostenibilidad de los asentamientos humanos en general
Los modelos territoriales que corresponden a los distintos sistemas agrarios han condicionado tradicionalmente las formas de hábitat. A la agricultura itinerante de "tala y quema" han correspondido asentamientos provisionales ligados a la provisionalidad de las áreas de cultivo (como también es el caso de la agricultura itinerante practicada en los oasis por las tribus nómadas del Sahara). Sin embargo la rotación de la hoja de cultivo que se practica en fincas adehesadas de gran dimensión, se ha compatibilizado normalmente con asentamientos de población estables en los cortijos y pueblos próximos (al igual que ocurre con el cultivo al tercio de la campiña del Guadalquivir). A la agricultura estable del "tojo" le ha correspondido en Galicia un hábitat también estable pero disperso en forma de aldeas. Mientras que a la agricultura intensiva estable apoyada en la irrigación y los arrastres fertilizadores de cuencas con climas propicios para la fotosíntesis, ha dado lugar por lo común a hábitats más concentrados y populosos. La sostenibilidad, tanto del hábitat disperso como del concentrado, dependía de que dispusiera de un territorio suficiente para asegurar su abastecimiento estable, tanto de alimentos como de los materiales necesarios (las serias dificultades que hasta la revolución industrial planteaba el transporte de gran tonelaje a larga distancia, obligaba construir sobre los materiales locales más abundantes en cada caso (piedra, barro, paja, madera, hielo,...) que no generaban problemas de recursos ni de residuos, dejando para edificios singulares el recurso a materiales escasos o foráneos.
La sostenibilidad de los sistemas agrarios ha marcado tradicionalmente la sostenibilidad de los asentamientos de población dependientes. El deterioro local de los suelos, producido normalmente por salinización y sodificación de los regadíos o por sobreexplotación y erosión de los secanos y zonas de bosque o pastoreo, suponía la crisis de los núcleos de población a ellos vinculados. En otras palabras que hasta épocas muy recientes no cabía separar la sostenibilidad local y la sostenibilidad global de los asentamientos humanos. Ya que ambas eran solidarias de la sostenibilidad de los sistemas agrarios y extractivos locales de los que dependían tales asentamientos. Insistamos en que tal sostenibilidad local y global se podía producir tanto con formas de hábitat más o menos disperso o concentrado. La clave de la misma estaba en evitar que la presión sobre el territorio de los usos y actividades de la población, originara en el mismo procesos de simplificación y deterioro tales que hicieran dicha presión localmente insostenible.
Y esto no ocurrió de forma generalizada hasta épocas relativamente recientes.
Sin embargo con la revolución industrial se inicia un cambio cualitativo, en el comportamiento, y cuantitativo, en la escala territorial, de los sistemas urbanos y, por derivación, en los procesos industriales, extractivos y agrarios que los nutren. El nuevo comportamiento se apoya en el establecimiento de redes que facilitan el transporte horizontal de abastecimientos y residuos desde y hacia áreas cada vez más alejadas del entorno local e incluso regional de los asentamientos concentrados de población. Al igual que los sistemas agrarios acabaron emancipándose de las posibilidades locales de reposición de nutrientes para apoyarse en el transporte a larga distancia de fertilizantes concentrados, los sistemas urbanos se han erigido en los principales motores y beneficiarios de los masivos flujos horizontales de materiales, energía e información que caracterizan a la civilización industrial respecto a las que la precedieron. Como también, al igual que en los sistemas agrarios, se ha divorciado así la sostenibilidad local y la global de los sistemas urbanos.
Teniendo que diferenciar entre la antigua sostenibilidad local autónoma, es decir, que se resolvía con los propios recursos locales, y aquella otra dependiente, es decir, que se mantiene con cargo a una entrada neta de recursos foráneos, recurriendo a un transporte horizontal de energía y materiales a distancias cada vez mayores.
Estos cambios han culminado en los últimos decenios estableciendo una distancia sin precedentes entre la sostenibilidad local y global de tales sistemas: los logros en la habitabilidad y en la sostenibilidad local (dependiente) observados en los asentamientos de población de los países ricos o "desarrollados", se están apoyando en una creciente insostenibilidad global de los procesos de abastecimiento y de vertido en los que se apoyan, bien directamente o a través de toda una serie de procesos intermediarios. Esta insostenibilidad global de los patrones de vida y de comportamiento locales de las metrópolis del mundo "desarrollado" se prolongó al ámbito estatal y regional hasta abarcar a todo el del mundo "desarrollado", extendiendo así al conjunto de los países "del Norte" la función de centros de acumulación y manejo de capitales y de recursos que venían ejerciendo las megalópolis en estos países, a la vez que se acentuó el papel de "el Sur" en tanto que área de apropiación y vertido al servicio del Norte. Así lo atestigua la creciente importación neta de materiales y energía del Norte con cargo al Sur y la consiguiente presión de los residuos que hace de la evacuación o tratamiento de éstos el problema ambiental más preocupante para el Norte. Por su parte, también las ciudades del Sur ejercen en los propios países en los que se enclavan ese mismo papel de centros de acumulación y manejo de capitales y recursos. De esta manera, las ciudades han dejado de ser tributarias de la sostenibilidad de las actividades agrarias y extractivas locales, para convertirse en motor de la gestión de los recursos naturales a escala planetaria por mediación de los sistemas que hoy los ponen directa o indirectamente a su servicio, a la vez que el creciente proceso de urbanización refuerza la incidencia ambiental de este cambio. Siendo así las ciudades las principales protagonistas de los desarreglos ambientales planetarios, nada de extraño tiene que se les otorgue también un lugar prioritario en la reflexión sobre la insostenibilidad global de los actuales modos de comportamiento y de gestión y las posibilidades de paliarla.
Referencias bibliográficas
Campos, P. y Naredo, J.M. (1985) "La energía en los sistemas agrarios"(Agricultura y Sociedad, n. 15.)
Garrabou, R. y Naredo, J.M. (eds.) (1996) "La fertilización en los sistemas agrarios"(Madrid, Fundación Argentaria & Distribuciones Visor.)
Naredo, J.M. (1984) "La ordenación del territorio. Sus presupuestos y perspectivas en la actual crisis de civilización" (Curso de ordenación del territorio, Ilustre Colegio de Arquitectos de Madrid.) Fecha de referencia: 30-06-1997
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