by Javier Junceda
Los indicios de un gradual cambio climático mundial no parecen, al día de hoy, materia de excesiva discusión en foros científicos. Ahora bien, si dichas alteraciones responden en exclusiva a actividades humanas, u obedecen a inevitables ciclos naturales del planeta, es ya harina de otro costal, a buen seguro uno de los mayores dilemas contemporáneos.
Con todo, de consolidarse esta última tesis, nulo interés práctico y alto riesgo económico entrañarían las propuestas generalizadas para tratar de enmendar comportamientos y modos de producción. Las cosas, sobre ese estoico escenario, habrían de discurrir entonces entre fatales e impasibles derroteros hasta la traca del fin de fiesta. Contamos, eso sí, con vestigios de graves transformaciones meteorológicas padecidas en nuestro remoto y no tan pretérito pasado, a través de gélidas o tórridas eras en las que se desconocían los modernos y tan nocivos usos industriales. Existen, igualmente, no pocas civilizaciones que se asentaron en tal o cual territorio huyendo de tal o cual crudeza o insolación.
Sea como fuere, sobre lo que sí aparenta coincidir la certidumbre científica es en los síntomas que vinculan, en íntima correspondencia, dichas modificaciones del clima y las necesidades energéticas, hasta hoy asentadas en el uso y abuso de combustibles carbonosos, cuyas emanaciones continúan siendo causantes del ochenta por ciento de la contaminación global, según todos los indicios.
Seguir por esa senda del dióxido de carbono, se nos revela desde medios técnicos, podría adelantar los perversos efectos del cambio climático, acelerando sus trágicas convulsiones. La Comisión Europea acaba de volver a apostar, justamente, por una política energética que mitigue tales inminentes repercusiones, asegurando al propio tiempo un abastecimiento que permita el armónico desarrollo económico y social de los Veintisiete. En Estados Unidos, su presidente también ha señalado recientemente con toda solemnidad ante su Parlamento, y por vez primera, que se impone «hacer frente al desafío del cambio climático mundial» a través de un nuevo horizonte energético.
Sobre el papel que proporcionan los documentos, proclamaciones y disposiciones del contexto mundial sí podemos contar, no obstante, con algunas poderosas señales del nuevo y común rumbo que parece divisarse en esta materia sin el concurso de los hidrocarburos. Por un lado, el orbe desarrollado apunta al unísono hacia la generación de electricidad a través de fuentes solares, eólicas, nucleares y, en menor medida, de tecnología del «carbón limpio» (siempre que dichos mecanismos de captación o secuestro de CO2 se desarrollen con eficacia e implementen en términos económicamente competitivos, cosa que dista de ser una realidad al día de hoy). Asimismo, se acaban de formular, de nuevo a través de una única voz, propuestas para seguir investigando sobre baterías de vehículos eléctricos e híbridos, o para ampliar el uso de biodiésel no contaminante o el etanol a partir de biomasa (astillas de madera, hierbas, maíz y desechos agrícolas).
El abandono de los combustibles fósiles, por tanto, parece evidente, como lo revela incluso la intención de reducir la atávica adicción norteamericana al petróleo en un veinte por ciento durante la próxima década, incrementando al tiempo el suministro de combustibles alternativos, tal como acaban de escenificar Bush y Lula en Brasil. El escenario, pues, está ya presidido por estrategias entre las que no cuesta destacar la generación de origen nuclear, la renovable, y la eficiencia energética.
En qué medida dominará una u otra fuente o método es algo que el tiempo dirá, aunque los augurios europeos cifran sobre los papeles de la Comisión en un optimista veinte por ciento el procedente de renovables en 2020 (apenas suman hoy el siete por ciento de la tarta energética), en otro veinte por ciento el ahorro energético posibilitado por nuevos bienes de equipo eficientes, y el restante porcentaje a repartir entre las centrales nucleares (que generan hoy un tercio de la electricidad comunitaria), y los demás medios de producción termoeléctricos a gas y/o carbón, lastrados por las penalizaciones dispuestas por el Protocolo de Kioto, tal como se puede ya comprobar en los balances anuales de ciertas empresas, algunas muy próximas y significativas.
¿Futuro nuclear, entonces? Estados Unidos y Europa coinciden en su menor vulnerabilidad a alteraciones de precios que cualquier otra energía, en su no emisión de gases causantes del cambio climático, en un abastecimiento asegurado, e incluso en los esfuerzos para controlar los problemas derivados de su seguridad, régimen de residuos y clausura. Que al final ello sea así dependerá en gran medida de la responsabilidad pública y, sobre todo, de la huida de rancias posturas ancladas en sambenitos y clichés a veces impropios de estos tiempos.
Indudablemente, las fuentes renovables son el futuro, algo a potenciar desde todas las instancias, pero no colman nuestras necesidades actuales ni las futuras. Toda una pena. Lo acaba de sentenciar Lovelock: combatir el cambio climático sólo con energías renovables es «como tratar a un enfermo grave con medicinas alternativas».
Los indicios de un gradual cambio climático mundial no parecen, al día de hoy, materia de excesiva discusión en foros científicos. Ahora bien, si dichas alteraciones responden en exclusiva a actividades humanas, u obedecen a inevitables ciclos naturales del planeta, es ya harina de otro costal, a buen seguro uno de los mayores dilemas contemporáneos.
Con todo, de consolidarse esta última tesis, nulo interés práctico y alto riesgo económico entrañarían las propuestas generalizadas para tratar de enmendar comportamientos y modos de producción. Las cosas, sobre ese estoico escenario, habrían de discurrir entonces entre fatales e impasibles derroteros hasta la traca del fin de fiesta. Contamos, eso sí, con vestigios de graves transformaciones meteorológicas padecidas en nuestro remoto y no tan pretérito pasado, a través de gélidas o tórridas eras en las que se desconocían los modernos y tan nocivos usos industriales. Existen, igualmente, no pocas civilizaciones que se asentaron en tal o cual territorio huyendo de tal o cual crudeza o insolación.
Sea como fuere, sobre lo que sí aparenta coincidir la certidumbre científica es en los síntomas que vinculan, en íntima correspondencia, dichas modificaciones del clima y las necesidades energéticas, hasta hoy asentadas en el uso y abuso de combustibles carbonosos, cuyas emanaciones continúan siendo causantes del ochenta por ciento de la contaminación global, según todos los indicios.
Seguir por esa senda del dióxido de carbono, se nos revela desde medios técnicos, podría adelantar los perversos efectos del cambio climático, acelerando sus trágicas convulsiones. La Comisión Europea acaba de volver a apostar, justamente, por una política energética que mitigue tales inminentes repercusiones, asegurando al propio tiempo un abastecimiento que permita el armónico desarrollo económico y social de los Veintisiete. En Estados Unidos, su presidente también ha señalado recientemente con toda solemnidad ante su Parlamento, y por vez primera, que se impone «hacer frente al desafío del cambio climático mundial» a través de un nuevo horizonte energético.
Sobre el papel que proporcionan los documentos, proclamaciones y disposiciones del contexto mundial sí podemos contar, no obstante, con algunas poderosas señales del nuevo y común rumbo que parece divisarse en esta materia sin el concurso de los hidrocarburos. Por un lado, el orbe desarrollado apunta al unísono hacia la generación de electricidad a través de fuentes solares, eólicas, nucleares y, en menor medida, de tecnología del «carbón limpio» (siempre que dichos mecanismos de captación o secuestro de CO2 se desarrollen con eficacia e implementen en términos económicamente competitivos, cosa que dista de ser una realidad al día de hoy). Asimismo, se acaban de formular, de nuevo a través de una única voz, propuestas para seguir investigando sobre baterías de vehículos eléctricos e híbridos, o para ampliar el uso de biodiésel no contaminante o el etanol a partir de biomasa (astillas de madera, hierbas, maíz y desechos agrícolas).
El abandono de los combustibles fósiles, por tanto, parece evidente, como lo revela incluso la intención de reducir la atávica adicción norteamericana al petróleo en un veinte por ciento durante la próxima década, incrementando al tiempo el suministro de combustibles alternativos, tal como acaban de escenificar Bush y Lula en Brasil. El escenario, pues, está ya presidido por estrategias entre las que no cuesta destacar la generación de origen nuclear, la renovable, y la eficiencia energética.
En qué medida dominará una u otra fuente o método es algo que el tiempo dirá, aunque los augurios europeos cifran sobre los papeles de la Comisión en un optimista veinte por ciento el procedente de renovables en 2020 (apenas suman hoy el siete por ciento de la tarta energética), en otro veinte por ciento el ahorro energético posibilitado por nuevos bienes de equipo eficientes, y el restante porcentaje a repartir entre las centrales nucleares (que generan hoy un tercio de la electricidad comunitaria), y los demás medios de producción termoeléctricos a gas y/o carbón, lastrados por las penalizaciones dispuestas por el Protocolo de Kioto, tal como se puede ya comprobar en los balances anuales de ciertas empresas, algunas muy próximas y significativas.
¿Futuro nuclear, entonces? Estados Unidos y Europa coinciden en su menor vulnerabilidad a alteraciones de precios que cualquier otra energía, en su no emisión de gases causantes del cambio climático, en un abastecimiento asegurado, e incluso en los esfuerzos para controlar los problemas derivados de su seguridad, régimen de residuos y clausura. Que al final ello sea así dependerá en gran medida de la responsabilidad pública y, sobre todo, de la huida de rancias posturas ancladas en sambenitos y clichés a veces impropios de estos tiempos.
Indudablemente, las fuentes renovables son el futuro, algo a potenciar desde todas las instancias, pero no colman nuestras necesidades actuales ni las futuras. Toda una pena. Lo acaba de sentenciar Lovelock: combatir el cambio climático sólo con energías renovables es «como tratar a un enfermo grave con medicinas alternativas».
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